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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Plegaria para la estación de ciclones

Me dijeron:
de alguna forma Dios sangra en todas las tormentas.
Y a su carne le rezo,
a las palmas broncíneas
de su dolor les rezo,
porque toda oración es un complejo de poema,
porque todo poema
es un cuerpo desnudo
y un hechizo
y la magia es el nombre de pila del Señor.
No importa cuál de todos.
Las cóleras de todos los dioses se parecen.

Me dijeron:
no importa que tu dolor sea invisible,
también para los celtas negros de corazón
habrá un hueco en el arca de Noé.
Y me pasaré agosto
rezándole a los cuellos mancos de las jirafas,
nubes como palmeras.
Quisimos abrazarnos igual que sus raíces,
pero la luna salió de su volcán
y nos jugó una mala fábula,
tenía un zorro dentro
y no soltaba el cáncer de la fruta de los látigos.

Yo le rezo a los látigos,
la sangre de los látigos
y la leche de coco en los látigos
de amamantar panteras.

Yo le rezo a la lava.

Yo le rezo al café.

Yo le rezo a las aspas milagrosas de los ventiladores sin precio
de los bazares árabes de Basse-Terre.

Yo les rezo a la lima
y a los borrachos de los embarcaderos,
que con una sola mirada
adivinan cuantos besos con lengua has dado en tu vida
y cuántas veces cerraste los ojos para darlos,
cuántas monedas te enferman todavía los bolsillos.

Yo le rezo a las olas con tiburón
y a las cucarachas
y a Vishnú.

Me dijeron:
puedes tener miedo. Rézale al miedo.

Y eso hago. En la noche,
inundada de rodillas,
voy rezando mi vida
en Duracell,
que es un santo
y el nuevo criollo de los blancos con padres superhéroes barbudos,
padres que daban rabia
y están lejos
y a quien pedir perdón
y conocer
y amar
antes de no morir.

Martha Asunción Alonso


Ilustración: Andrey Remnev