Estaba convencida
de que un poema surge
casi de cualquier cosa.
Y, si pensaba en ti,
no encontraba palabras.
Renunciar a esa idea
era perder la lluvia,
y la luz, las ventanas,
renunciar al invierno
como fuente de imágenes,
destrozar las ciudades y los mapas
y no poder hablar de besos sin esquinas,
de tardes con tristeza
y de paseos que nunca
suceden en Madrid.
Debería hablar del tiempo que se escapa
y convertir las trazas en lugares inhóspitos
que transitas sonámbulo
donde no existen gritos ni silencio.
Cómo son los caminos que te alejan de nada.
Para hablar del tiempo
y ser su espanto eterno,
con la grandilocuencia
de quien cree conocer alguna dimensión
invisible a mis ojos,
tendría que olvidar
que el espacio sucede en los relojes:
en las horas que pasan más deprisa
si mis manos se enredan
a esa sonrisa triste que te aleja del mundo
y en los gestos que
nacen con versos hilvanados
a su intención ausente.
Ahora he vuelto al principio.
Quise hablar de casi cualquier cosa
y ha caído la noche en el poema
como un objeto limpio
que ilustra mis temores,
que vuelve a hablar de mi,
pero contigo.
