No se comienza el día llorando.
No se llora en público.
No se llora a primera hora de la mañana.
No se llora en la sala de espera del médico.
Un martes no se llega a la oficina con un océano en los ojos
y un bicho en la garganta.
No se llora en en el trabajo.
No se llora sin ruido como no se ríe en silencio.
No se sueña sin sueño.
A las once de la mañana no se duda si derramarse o vomitar.
No se teme a la tenaza que abraza el corazón.
No va a apretar aún más fuerte.
Una no se desmaya en el baño del trabajo.
A la doce y media no duele el abismo ni la distancia.
No se levantan muros sobre la existencia a la hora del vermut.
No se respiran vértigos.
No se nublan horizontes. No se acotan infinitos.
No se anegan futuros ni se nieblan pasados.
El metro a las tres ruge y aplasta.
No se llora sobre cientos de miradas que aletean curiosas.
Hay que secar los ojos del transporte público.
Ser invisible es un don. Los dones no se pierden.
Se puede llorar a tumba abierta al llegar a casa
mientras se siente el alivio al descalzarse el mundo.
Se puede llorar a gritos, a espasmos, a ríos, a mares, a charcos, a nubes.
Se descarga a pantanos, galernas, rocíos, cielos y brumas.
Se disuelve la pena negra en el hogar naranja.
Se quieren llorar ausencias. Se quieren llorar presencias.
Llorar de menos. Llorar de más.
Llorar ternuras y arañazos.
Se podría llorar si no se hubiera un océano
derramado gota a gota a lo ancho del día.
Y esto no es una catástrofe.
