Una vez, por cortesía, me enamoré de una extranjera.
(Condición reversible de la extranjeridad:
yo para ella también era un extranjero.)
Su lengua, que picaba como un áspid,
no era idéntica a la mía,
y yo por cortesía,
dejé que fuera la suya la primera.
Amarnos fue comenzar con la letra a.
Hube de explicarle las crónicas medievales
y pronunciar, pausadamente, la palabra aproximación.
Se asombraba de mis íes
y del color de nuestros mares;
a mí sus eses me parecían demasiado fuerte
y me sorprendía el nombre de sus calles.
Su lengua –además de voraz–
era difícilmente traducible
y yo en vano buscaba equivalentes
para la frase: “Te amo. Tengo nostalgia de tus manos”.
Como ciegos, tuvimos que amarnos
en códigos diferentes
y no siempre estaba seguro de que ella me entendiera.
Quise regalarle la ciudad
–sus calles largas, sus cielos grises–
quise cantarle nanas
para aliviar su soledad.
Quise levantarle una casa de palabras nuevas
con puertas musicales
y sellos secretos.
Quise ser amante y hermano.
Viejas leyes de la hospitalidad
me inducían a ser cortés y generoso:
suyas fueron las primicias del banquete
y las sábanas blancas.
Cuando se fue
me quedé muy solo,
mi lengua ya no era la mía,
balbuceaba palabras raras,
vagaba por los aledaños
de una ciudad vacía
y en la hospitalidad,
perdí mi nombre.
Cristina Peri Rossi
El Jardín de las Delicias. El Bosco
