Más allá de los cabos y promontorios del ansia, más
allá de los premeditados menhires del deseo, más torpes y tímidos con aquellos
que más exigen algo sutil y hermoso y lleno de descanso, nos movemos y
zozobramos en mareas de ilusión, a tientas buscando más allá de las inmóviles
puertas de la inmortalidad. Felices los fundadores de la ciudad enterrada,
transparentes sus actos, sus ansias y leyes, unidos como nosotros hemos sido divididos.
Enzarzados en guerras que cada vez tienen menos sentido, demasiado sencillos,
demasiado complejos, demasiado profundos, demasiado curiosos, unimos nuestros
huesos a los suyos en los sepulcros del mar ensuciando los fluctuantes suelos
del amargo océano. Insubstanciales, sin objeto, sin gracia para marcar la
historia con algo más que la huella de un error típico, como un labio leporino
o un ojo azul, una y otra vez transmitidos. Por los resbalosos senderos del
error perenne, nos movemos entre indolencia, indulgencia e ignorancia, la
llegada sin motivo, y la partida sin motivo, atrapados por los grilletes del
error que revive, causa condenada de hecho y aún desdeñada, débil compendio
torpe como los besos que se confabulan para cruzarse con la muerte hasta que el
tiempo nos siga, el tiempo que nos encuentra y aquí nos retiene a tiempo, en
esta eterna pausa, a tientas buscando más allá de las inmóviles puertas de la
inmortalidad.
Lawrence Durell

